Con disculpas a Julio Torri y Salvador Elizondo
Una fría neblina llegaba desde la bahía atravesando los bosques, flores marchitas mezcladas con algas y basura era arrastradas por las olas a la orilla de la playa. El cielo no se distinguía del mar en el horizonte: formaban un solo tono turbio de gris: Era inminente una tormenta, una tan grande como no se había visto en siglos. Ella sonrió, quizá habría llegado el momento de tener compañía.
Las gaviotas volaban inquietas sobre ella, indecisas entre esperar alimento o resguardarse, ella permanecía estática ante el mar embravecido, como una escultura de mármol: esperando, tanto tiempo esperando.
La vieja embarcación apareció a la vista, parecía el grabado de un libro antiguo. Ella se emocionó a tal grado que empezó a cantar. Había pasado una eternidad desde que escuchó su voz. Eufórica agitaba los brazos mientras berreaba su melodía. Había olvidado cuánto tiempo ha permanecido sola.
Un hombre, destacándose de los demás, se tiró un clavado, la tripulación no es capaz de impedirlo. Nadó velozmente hasta llegar a donde ella se encontraba, al salir del mar movió la cabeza con lentitud, sonriendo y sudando la miró a los ojos y se abalanzó sobre ella.
Ella no supo qué hacer, qué decir, había esperado tanto por este momento que su realización no le parecía más que un cruel y extraño sueño. Empezó a reír pensando que de las infinitas posibilidades de su historia ésta era la menos probable, la más inverosímil. Ulises la empujó hacía atrás temeroso de esa risa sicótica. Ella se sintió avergonzada, si por lo menos no hubiera cantado para él, que lo hubiera dejado pasar, habrían resistido la tentación. Ahora estaban destinados a pasar el tiempo que les quedase juntos. Sin embargo, algo interrumpió sus pensamientos, la curiosidad por fin le hizo hablar, de todas las mujeres en su vida había una que lo amaba más que a nadie.
–¿Por qué abandonaste a Penélope? ¿Por qué regresaste al mar?
Ulises agachó la mirada, su viejo rostro se llenó de dolor. El Viento comenzaba a elevarse más y más.
–Pasaron los años y ella no me pudo reconocer. Sigue hilando y deshilando, sigue esperándome.
La sirena se sintió defraudada, quiso darle la advertencia de que su canto era estúpido y monótono, que ella misma olía a algas y pescado. Que era la última y no le quedaría mucho tiempo. Pero sólo pudo articular algunas palabras, tratando de explicarse:
–Conmigo no te espera nada bueno, nadie conocerá esta historia,
ningún rapsoda cantará sobre nosotros. Si estamos juntos sólo nos queda esperar… –Un trueno interrumpió su discurso y algunas gotas pesadas cayeron sobre su rostro. –Esperar, –repitió una vez más –esperar a que nos lleve la muerte y el olvido.
Ella comenzó a llorar con la confianza de que sus lágrimas se perderían bajo la lluvia. Él la abrazó fuertemente, la miró de nuevo a los ojos y sonriendo le dijo:
–Muy bien, entonces llévame.